CAPÍTULO 8
Alfredo seguía sentado en su despacho. Era la hora del almuerzo, pero después de todo lo que había pasado, de lo que menos tenía ganas en ese momento era de comer algo. Lo único que rondaba su cabeza era un nombre: Claudia. No sabía cómo lo había engatusado de aquel modo, pero lo había conseguido. Estaba enamorado de ella, ahora estaba seguro. Con aquella sonrisa tan linda, aquella cara tan armoniosa, tan llena de vida, tan alegre. Y para colmo le parecía que él también le gustaba a ella, aunque no podía asegurarlo al cien por cien, pero era lo que ella, en su juego, le hacía entrever. Sabía que aquello no podía ser, pero lo único que conseguía con ese pensamiento era desearla aun más, anhelar un instante más de estar tan cerca de ella, poder acercarse y olerla, sentir su calor, un susurro en el oído, el suave y cálido aliento rozando su mejilla.
En el momento en el que Claudia y aquel tal Fernando habían salido de su despacho se había despedido también de Carlos. Al principio pareció reacio a marcharse. Dijo que no lo había hecho bien. Que aquel chico merecía un mayor castigo. Que sólo con haberlo echado de la universidad no bastaba. Alfredo le dijo que tenía mucho trabajo y le pidió amablemente que saliera. Hizo lo que le pedía, no sin antes mostrar su ofuscación con un gesto reprobador. Quizás no estuviera tan equivocado y le hubiera tenido que dar un mayor castigo. Estaban juntos. Aquel tal Fernando había conseguido a aquella chica que era su primer pensamiento de la mañana, y el último antes de dormir. Lo sabía por aquella mirada cómplice que había visto en los ojos de ambos. Lo sabía por cómo se habían rozado la mano nada más salir por la puerta de su despacho. Sin más, lo sabía. La policía había llamado a su puerta, abstrayéndolo de sus pensamientos. Les pidió perdón. Les dijo que todo había sido un malentendido. Les contó que faltaba dinero, pero no había sido robado, si no destinado a un proyecto de investigación; era sólo que al encargado de todas aquellas transacciones se le había pasado dejar constancia de aquella transferencia. Como era obvio, aquellos agentes le dijeron que tuvieran más cuidado la próxima vez, que no se podía contar con la autoridad sin estar seguro de que eran completamente necesarios. Los despidió en la puerta estrechando sus manos y volviendo a pedir perdón. Al cerrar la puerta exhaló un suspiro de alivio.
Encendió su ordenador y mientras cargaba intentó concentrarse en todo el trabajo que tenía acumulado. Empezaría por los exámenes sin corregir. O pondría al día la cronología de seguridad de la universidad, escribiendo aquel caso que ya estaba solucionado. Tenía que escribir cada una de aquellas cosas que se solucionaban en el servicio de seguridad. Normalmente se llenaba día a día con asuntos sin importancia, como gente descargando cosas por internet sin permiso, otros que vanamente intentaban conectarse a alguna cuenta que no era la suya y la dejaban bloqueada tras tres intentos de poner la contraseña sin éxito. Y alguna que otra vez escribían algo más imporante como aquello. Nada más terminar de encenderse el ordenador, pulsó en el menú “apagar”. No se sentía con fuerzas para trabajar.
Iría a su casa a descansar. Allí terminaba la jornada para él. Se tomaría la tarde libre, escucharía música, leería algo, e intentaría no pensar mucho en Claudia, aunque sabía que aquello era imposible, pero se consoló pensando en el sillón de su salón. Le encantaba pasar las horas con algún libro entre las manos, escuchando música en su equipo o con el ordenador, escribiendo todo lo que saliera de su cabeza. Normalmente todo lo que escribía últimamente tenía que ver con una chica guapísima, morena, y su amor imposible con un hombre, casualmente de su misma edad. Tenía que quitarse aquel pensamiento de la cabeza como fuera, si no se volvería loco.
Llegó hasta su coche, abrió la puerta y entró. El asiento de cuero de su deportivo rojo estaba frío. Puso la calefacción al máximo y se quitó la chaqueta. Encendió la radio y subió el volumen. Sonaba la novena sinfonía de Beethoven. Cerró los ojos y disfrutó de aquella momentánea evasión de todo lo mundano. Respiró profundamente y arrancó el coche. Le encantaba el sonido del motor de aquel coche. Mucha gente le decía que no pegaba con su forma de ser, demasiado juvenil e informal para su aspecto formal y elegante. A él le gustaba sentirse poderoso al volante de aquel deportivo, sentirse más joven, más atractivo. No había mucha gente por la calle a aquella hora. Hacía mucho frío y el cielo estaba totalmente encapotado, y aunque llevaba desde aquella mañana sin llover, ahora empezaron a caer algunas gotitas sobre la luna delantera de su coche. Los limpiaparabrisas empezaron a funcionar de manera automática.
Ya no estaba lejos de su casa. Llevaba un rato conduciendo de forma instintiva, siguiendo el camino que hacía cada día de vuelta a casa. Sin darse cuenta siquiera de los semáforos en los que paraba o los cruces por los que pasaba. En ese momento era un robot, siguiendo unas pautas prefijadas en un circuito integrado. Lo único que rondaba su cabeza era aquella chica. Y aquel chico al que se arrepentía de haber dejado escapar. Ahora llovía con fuerza, y el limpiaparabrisas apenas daba abasto limpiando el cristal. Aquel chico tenía que haber acabado en la cárcel, o, como mínimo, haber sido multado, haber sido escarmentado. No sabía si tanto por lo que había hecho con el dinero de la universidad como por estar con Claudia. Odiaba a Fernando. Y buscaría la manera de hacérselas pagar. Imaginó a Claudia en el salón de su casa, sentada a su lado, tan cerca que podía sentir el latido de su corazón, un latir tan fuerte y profundo que sólo podía indicar una cosa, que ella también lo deseaba. Un sueño que llevaba mucho tiempo girando por su mente. Se había vuelto en aquel momento en su única razón para seguir trabajando, levantarse cada mañana, vivir. El simple hecho de verla por los pasillos de la facultad, y verla saludándolo con una sonrisa, o sus largas tutorías de charla. Allí, a su lado, en el sofá, bajo la manta la abrazaría. La besaría por cada uno de los rincones de su cuerpo, a la luz de las velas, con una música relajada, lenta, de fondo. Varios olores anclados en la bruma de voluptuoso deseo revoloteando sus cuerpos. Dos cuerpos anudados en uno solo.
Por un momento dejó de pensar para ver. Salió de su ensoñación, se desvaneció el velo de pensamientos que tapaba sus ojos y lo vio. Allí estaba, cruzando la calle. Era Fernando, se tapaba la cabeza con la chaqueta y entró corriendo en la calle. No estaba cruzando correctamente, ya que no podía ver paso de peatones por allí, así que podría ser un accidente. Además, la lluvia caía torrencialmente, la visibilidad era muy limitada, su explicación sería totalmente lógica. Pero su parte racional le decía que no podía matar a una persona y salir indemne su conciencia. Pero si él seguía allí, sería imposible llegar hasta Claudia. Su pie parecía actuar involuntariamente, le pesaba, y cada vez tenía más pisado el acelerador. No quería, pero si quería ver cumplido su deseo, no le quedaba más remedio que aquel. Era una locura. ¿Se sentiría culpable por aquello toda su vida, o podría perdonarse por el fin último de aquel acto? Si Claudia acababa a su lado, sería totalmente excusable aquel comportamiento de estar transitoriamente ido, poseído de locura incontrolable. La ira irracional se reflejó en su cara, pues había tomado una decisión. Pisó aun más el acelerador y giró el volante hasta tomar la dirección correcta. El chico seguía cruzando la calle, pues la lluvia y los grandes charcos que se formaban a uno y otro lado le impedían avanzar más rápido. Ya llegaba a su objetivo. Iba a matar a un chico. No podía hacer aquello. No era un loco asesino que pudiera hacer aquello. El coche iba ya demasiado rápido para frenar, pero aun así, lo intentó, pisó el pedal de freno con todas sus fuerzas y giró el volante para desviar la trayectoria del coche. En ese momento el chico miró y sus ojos llenos de pánico demostraban que era consciente del peligro que corría, y saltó hacia un lado. Ya era tarde. Con el agua en el asfalto el coche resbalaba lateralmente, pues al girar el volante para desviar la dirección del coche, lo único que había conseguido Alfredo era hacerlo derrapar. Notó un golpe sordo en el lateral trasero del coche, por el lado del acompañante, y por el retrovisor no lograba ver nada, por aquella lluvia tan densa que parecía niebla. Pero tampoco veía a nadie levantarse. Tenía las manos frías como el hielo pegadas al volante. Temblaba de miedo.
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