CAPÍTULO 6
Claudia no sabía si reír, o llorar. Tenía el corazón dividido. Se sentía engañada por sí misma. Por primera vez le había pasado desde hacía mucho tiempo, y, al menos ahora mismo, no podía perdonárselo. Siempre había sabido llevar aquellas situaciones a la perfección, pero aquella vez, había fallado. Era la primera vez que se enamoraba de su víctima. Ahora, tendría que ser fuerte, elegir. O quizás mentir. Bueno, realmente no sería mentir, sino ocultarle la verdad a él. Pero se estaría mintiendo a sí misma. Así que debería dejarlo, olvidarlo. Con este pensamiento se le partió el corazón, se le calló el alma al suelo. Por una vez, había unido, y demasiado, el amor y el trabajo. En aquel mismo momento se odiaba por ello. En su cabeza daban vueltas demasiadas cosas. Vio su cara, con aquella sonrisa dirigida hacia ella. Volvió a notar aquellos labios húmedos contra los suyos, aquel cálido cuerpo contra el suyo, que lo abrazaba. Tendría que olvidarlo.
Cuando allí, frente al banco en el que hacía un rato habían estado besándose acaloradamente, lo vio hablando por el móvil, supo perfectamente de qué se trataba. Lo sabía por la facciones de su cara, por su gesto. La preocupación se veía en su rostro. De repente sintió unas ganas enormes de cogerlo entre sus brazos y decirle que no pasaría nada. Fue hacia su encuentro. No podía dejar que fuera solo, iría con él, y se descubriría. El castigo para ella sería menor, ya que había conseguido seducir al encargado de la seguridad de toda la universidad, aquel tal Alfredo, por el que no sentía ni la más mínima lástima, si no más bien al contrario.
Habían llegado al despacho del profesor, y le había sonreído para allanar el camino. Tras esto, había conseguido quedarse allí, con lo que sabía que Alfredo estaría más entretenido en ella que en el asunto que tenía entre manos. Sabía que era para él como una lámpara para los mosquitos. Atraería su atención, tendría su mente ocupada con sus miradas y su sonrisa picarona.
Finalmente, cuando viera que iba a informar a Fernando de su castigo, hablaría ella. Contaría todo lo que había hecho. Contaría cómo aquel día en la biblioteca había visto a Fernando conectarse desde uno de los ordenadores, y, tras estar un rato consultando su bandeja de correo, y viendo alguna que otra página web de noticias, se había levantado. Ella se había sentado en el mismo asiento y con sus conocimientos de informática había conseguido entrar en la cuenta de él. Como no quería que supieran quién había sido, había ocultado la dirección física del ordenador, y en caso de que consiguieran descifrarla, la culpa se la echarían a él. Había elegido a su víctima desde el principio de curso, lo único que ella no esperaba es que acabaría enamorándose. No tenía que haber elegido a aquel chico. Pero tampoco sabía lo que el destino le depararía, por lo que ahora debería obrar en consecuencia de sus actos.
Cuando se encontraban allí en el despacho, no esperaba que la seducción a Alfredo hubiera ido tan bien, pues el castigo que finalmente dio por el robo no era tan grande como esperaba. Sólo lo echarían de la universidad. No era demasiado. Podría hacer frente a aquello. Sólo lo echarían de la universidad.
Lo único que tenía que pensar ahora es qué hacer con él. ¿Podría seguir con él sin contarle nada? ¿Acabaría contándoselo todo? ¿Conseguiría él perdonarla? No sabía qué hacer. Allí esperando, en la puerta del despacho, se debatía entre irse o quedarse, olvidarlo o seguir con él, contárselo o no. Normalmente hubiera salido corriendo, desapareciendo de la vida del chico, pero ese chico no era cualquiera, ese chico era especial.
Finalmente se decidió. No sería ese el día en que dejase escapar al hombre de sus sueños. Ya se había librado del castigo. Imaginó sus ojos mirándola, su cara acercarse, y unir aquellos labios con los suyos. Recordó aquel momento en el banco. Todo aquel año verlo subir al autobús, encontrárselo por los pasillos, y, por muy malo que fuera el día, olvidarlo todo y salirle una sonrisa tonta. Llevaba todo el año soñando con aquel chico, tanto dormida como despierta. Pensaba en él en su cama, antes de dormir, y al levantarse. Ya no le importaba que el despertador la despertase por la mañana, por mucho sueño que tuviera, pues pensaba que ese día podría verlo. Eso era el amor, una sensación tan cálida en aquel día lluvioso, esas manos sosteniendo las suyas, qué sensación de seguridad la embargaba mientras lo veía, allí sentado, tan cerca.
No podía irse y no volverlo a ver. No podría olvidarlo.
Esperaría allí a que saliera y lo consolaría. Lo abrazaría y quizá lo llevase a su piso. Le prepararía algo de comer, caliente. En ese año allí no había tenido más remedio que aprender a cocinar, ya que no tenía quién se lo hiciera, y comer todos los días en el comedor de la facultad salía muy caro. Así que cocinaría algo para él, lo abrazaría, lo besaría y le diría que no se preocupara.
Ya encontraría el momento de contárselo. No podría ocultárselo por siempre, pero encontraría el momento oportuno. Aquel momento en el que ya no pudiese echarse atrás y no tuviera más remedio que perdonarla, por amor. Volvió a imaginarse con él en la cama, haciendo el amor. Y al terminar, un beso y un “te quiero” de su boca, una sonrisa al tumbarse boca arriba y mirarla mientras la agarraba con sus brazos y la atraía cerca, muy cerca suya, compartiendo las mismas sábanas. Se quedarían dormidos juntos. Cerraría los ojos, y escuchando su respiración y, con la cabeza apoyada en su pecho, notando los latidos de su corazón, se dejaría llevar, sintiendo el cálido tacto de su piel...
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