CAPÍTULO 2
Carlos miró a su despertador, eran las ocho y media de la mañana. Tenía que apartar la mirada de la pantalla de su ordenador, llevaba trabajando demasiadas horas ya. Alrededor, montones de ropa apilada en las sillas y la cama deshecha. No se trataba precisamente de un chico muy ordenado. Tenía revistas tiradas, libros de informática amontonados en las estanterías y figuras de sus personajes favoritos. Sobre su escritorio, un plato con un sandwich a medio comer, una lata abierta de refresco y un montón de papeles, con sus apuntes, desperdigados. La persiana entreabierta dejaba entrar algo de luz de la mañana.
No era un muchacho guapo, eso lo sabía. Era algo bajo de altura y le sobresalía la tripa, aunque tenía las piernas y brazos delgados. Su tez era pálida, quizás por las excesivas horas que pasaba frente al ordenador. Tenía los ojos marrones y chicos, y el pelo negro y corto, rizado. Una nariz aguileña sobre la que se apoyaban unas gafas sin montura negras. Era bastante tímido y no tenía muchos amigos. Pensaba que tampoco hacía falta, eran una pérdida de tiempo.
Se levantó de la silla y se encaminó a la cama; era hora de tomarse un descanso. De repente, su móvil sonó.
- ¿Cómo va la cosa? - preguntó una voz al otro lado de la línea.
- Parece que voy consiguiendo algo, aunque mejor no hablarlo por aquí. - respondió, masajeándose el entrecejo. Se encontraba muy cansado.
- Entonces, pásate por mi despacho dentro de una hora aproximadamente, aquí lo podremos hablar tranquilamente.
No le apetecía nada, después de haberse pasado la noche trabajando, tener que ir a la facultad. Pero no le quedaba más remedio, y, en realidad, después de los avances que había hecho, estaba deseando contárselo.
- Allí estaré.
Pulsó el botón rojo de su móvil para cortar la llamada, y, cogiendo lo primero que encontró encima de la silla, se dispuso a vestirse.
El profesor Alfredo se trataba de un hombre de unos cuarenta y tantos años de edad, pero en su cara no se notaba la responsabilidad que tenía a su cargo. Llevaba el pelo corto, rubio y peinado con raya al lado. Aquel día llevaba unos zapatos marrones, con unos vaqueros y una camisa celeste. Tenía su americana color caqui colgada en la percha, al lado de su gran escritorio, sobre el cual realizaba gran parte de su trabajo. Un ordenador a un lado, pilas de papel con apuntes bien ordenados y una taza con café humeante.
A la vez de ser profesor de una asignatura, Alfredo era en encargado de la seguridad informática de la universidad. Vigilaba el mantenimiento de la página web, controlaba las conexiones que se realizaban desde allí, y las que se realizaban a los ordenadores de las distintas facultades. Para todo esto tenía un grupo de tres personas, que, día a día, se sentaban frente a sus ordenadores y lo iban informando de cada cosa reseñable que allí ocurría. Pero tenía en quien confiar los asuntos más escabrosos. Llamaron a la puerta. Tan puntual como siempre.
- Pasa, Carlos.
Al chico se le daba muy bien todo lo relacionado con la informática, y, cada vez que tenían algo sobre lo que investigar, o cada vez que necesitaba cualquier trabajo extra que no podía realizar ninguno de sus hombres, lo avisaba a él.
- Siéntate, y dime, ¿qué has descubierto?
- He estado viendo las fichas de todos y cada uno de los que les había sido denegada la beca. No he conseguido mucho, lo siento, pero este trabajo me está costando muchas horas de trabajo y de sueño. Quien lo haya hecho, es muy bueno.
Hacía ya tiempo que alguien había entrado en el sistema informático de la universidad y había aceptado todas las becas que en un principio habían sido desestimadas. Había también destinando parte de los fondos a dicho fin. Entonces, en la universidad se habían visto obligados a informar de un fallo informático a quienes les había llegado dicho dinero. No querían reconocer el fallo de seguridad que habían tenido, y el dinero no era lo que más les importaba; habían conseguido recuperar parte de este. Les preocupaba que la gente se pensase que cualquiera podía entrar en el sistema informático de la universidad, y hacer lo que le apeteciera con los datos, notas, o cualquier información importante allí guardada.
- Para conectarse, lo hizo desde la misma universidad, ya que la IP está dentro de nuestro rango. Me ha costado mucho descifrarla.
- Bueno, sigue trabajando en el tema, por favor, se te pagará, como siempre. Por eso no te preocupes. Y, por favor, sigue tan discreto como siempre, no queremos que nadie se entere de lo que ha pasado en realidad. - en realidad, pensaba Carlos, no tenía a quien contárselo. - Si quieres puedes quedarte por aquí trabajando y después seguimos hablando en el desayuno. Ahora tengo alumnos que atender.
Había recordado que a las diez de la mañana tenía tutoría con ella. No quería perder ni un instante de tenerla enfrente, de oírla, de verla. Aunque sólo fuera para resolverle alguna que otra duda sobre la asignatura, aunque el tema sobre el que hablaran fuera de lo más superficial. Pero parecía que pasaba los días esperando a verla abrir la puerta, y pasar aunque fuesen diez minutos en la misma habitación, en su despacho. O en el aula, durante las horas de clase, cuando lo miraba con toda su atención. Le encantaba su pelo negro, suelto o recogido, sus ojos claros y su mirada. Le gustaba su andar despreocupado y su sonrisa, esa sonrisa que lo había acompañado más de una vez, en la soledad de su piso, o en el trabajo. Imaginaba esos finos labios y esa hilera de dientes tan blancos que parecían brillar. Más de una vez se había sorprendido con ella en su cabeza sin haberlo buscado, cuando se quedaba ensimismado en sus pensamientos, o cuando necesitaba motivación para cualquier tarea.
Carlos salió por la puerta sin despedirse, parecía cansado y algo enfadado, ¿sería por no conseguir encontrar quién había sido? Cerró la puerta. Allí se encontraba, en su despacho, solo. Apoyó los codos en la mesa y se sujetó la cabeza entre las manos. Esa era la postura que acostumbraba coger para pensar. Se dio cuenta de que quería tener una foto en la mesa de su despacho, se sentía solo. Hacía mucho tiempo que su novia lo había dejado. Nunca había estado casado, su trabajo lo absorbía. De repente sintió que necesitaba alguien a su lado, no como la mujer con la que había estado. Su relación se había basado en algunas visitas esporádicas a su piso, o él al de ella, alguna que otra cena. Una relación demasiado superficial, ni siquiera había disfrutado de aquellas relaciones sexuales. Quería algo más. Por primera vez en su vida, se sentía viejo, pero no por la edad, si no por la situación en la que se encontraba. Había trabajado mucho, y lo seguía haciendo día a día. Ganaba mucho, eso sí, pero no le quedaba tiempo para mucho más. Deseaba amar a alguien. Quería tener una mujer con la que encontrarse al terminar el día, sentir su calor, su amor.
Se encontraba sumido en sus pensamientos cuando alguien llamó a la puerta.
- Pase. - dijo, levantando la cabeza, con esperanza en la mirada.
Era ella. Venía con el pelo recogido. Qué preciosa sonrisa le regaló al entrar.
- Hola, Alfredo. - dijo, y se sentó frente a él, sin esperar respuesta. La conocía sólo desde principios de aquel curso, pero le había dado mucha confianza, demasiada para ser una alumna; pero ella lo merecía, pensaba él.
- ¿Traes muchas dudas hoy, Claudia? - esperaba que sí.
- Pues, hoy sí, tengo muchas cosas que preguntarte, el otro día me perdí un poco. - dijo, mientras sacaba su carpeta morada del bolso.
Era una alumna brillante. Le había sorprendido desde el primer examen que realizó para tener un control de los alumnos y saber cómo llevaban el curso. Pero, de vez en cuando, la encontraba con la mirada perdida, absorta en sus pensamientos. Aun así, no dejaba de ser su mejor alumna, tanto en la asignatura, como por ella misma. Le gustaba tanto por dentro como por fuera. Tan solo el hecho de verla le alegraba el día.