miércoles, 29 de diciembre de 2010

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 2

Carlos miró a su despertador, eran las ocho y media de la mañana. Tenía que apartar la mirada de la pantalla de su ordenador, llevaba trabajando demasiadas horas ya. Alrededor, montones de ropa apilada en las sillas y la cama deshecha. No se trataba precisamente de un chico muy ordenado. Tenía revistas tiradas, libros de informática amontonados en las estanterías y figuras de sus personajes favoritos. Sobre su escritorio, un plato con un sandwich a medio comer, una lata abierta de refresco y un montón de papeles, con sus apuntes, desperdigados. La persiana entreabierta dejaba entrar algo de luz de la mañana.
No era un muchacho guapo, eso lo sabía. Era algo bajo de altura y le sobresalía la tripa, aunque tenía las piernas y brazos delgados. Su tez era pálida, quizás por las excesivas horas que pasaba frente al ordenador. Tenía los ojos marrones y chicos, y el pelo negro y corto, rizado. Una nariz aguileña sobre la que se apoyaban unas gafas sin montura negras. Era bastante tímido y no tenía muchos amigos. Pensaba que tampoco hacía falta, eran una pérdida de tiempo.
Se levantó de la silla y se encaminó a la cama; era hora de tomarse un descanso. De repente, su móvil sonó.
- ¿Cómo va la cosa? - preguntó una voz al otro lado de la línea.
- Parece que voy consiguiendo algo, aunque mejor no hablarlo por aquí. - respondió, masajeándose el entrecejo. Se encontraba muy cansado.
- Entonces, pásate por mi despacho dentro de una hora aproximadamente, aquí lo podremos hablar tranquilamente.
No le apetecía nada, después de haberse pasado la noche trabajando, tener que ir a la facultad. Pero no le quedaba más remedio, y, en realidad, después de los avances que había hecho, estaba deseando contárselo.
- Allí estaré.
Pulsó el botón rojo de su móvil para cortar la llamada, y, cogiendo lo primero que encontró encima de la silla, se dispuso a vestirse.

El profesor Alfredo se trataba de un hombre de unos cuarenta y tantos años de edad, pero en su cara no se notaba la responsabilidad que tenía a su cargo. Llevaba el pelo corto, rubio y peinado con raya al lado. Aquel día llevaba unos zapatos marrones, con unos vaqueros y una camisa celeste. Tenía su americana color caqui colgada en la percha, al lado de su gran escritorio, sobre el cual realizaba gran parte de su trabajo. Un ordenador a un lado, pilas de papel con apuntes bien ordenados y una taza con café humeante.
A la vez de ser profesor de una asignatura, Alfredo era en encargado de la seguridad informática de la universidad. Vigilaba el mantenimiento de la página web, controlaba las conexiones que se realizaban desde allí, y las que se realizaban a los ordenadores de las distintas facultades. Para todo esto tenía un grupo de tres personas, que, día a día, se sentaban frente a sus ordenadores y lo iban informando de cada cosa reseñable que allí ocurría. Pero tenía en quien confiar los asuntos más escabrosos. Llamaron a la puerta. Tan puntual como siempre.
- Pasa, Carlos.
Al chico se le daba muy bien todo lo relacionado con la informática, y, cada vez que tenían algo sobre lo que investigar, o cada vez que necesitaba cualquier trabajo extra que no podía realizar ninguno de sus hombres, lo avisaba a él.
- Siéntate, y dime, ¿qué has descubierto?
- He estado viendo las fichas de todos y cada uno de los que les había sido denegada la beca. No he conseguido mucho, lo siento, pero este trabajo me está costando muchas horas de trabajo y de sueño. Quien lo haya hecho, es muy bueno.
Hacía ya tiempo que alguien había entrado en el sistema informático de la universidad y había aceptado todas las becas que en un principio habían sido desestimadas. Había también destinando parte de los fondos a dicho fin. Entonces, en la universidad se habían visto obligados a informar de un fallo informático a quienes les había llegado dicho dinero. No querían reconocer el fallo de seguridad que habían tenido, y el dinero no era lo que más les importaba; habían conseguido recuperar parte de este. Les preocupaba que la gente se pensase que cualquiera podía entrar en el sistema informático de la universidad, y hacer lo que le apeteciera con los datos, notas, o cualquier información importante allí guardada.
- Para conectarse, lo hizo desde la misma universidad, ya que la IP está dentro de nuestro rango. Me ha costado mucho descifrarla.
- Bueno, sigue trabajando en el tema, por favor, se te pagará, como siempre. Por eso no te preocupes. Y, por favor, sigue tan discreto como siempre, no queremos que nadie se entere de lo que ha pasado en realidad. - en realidad, pensaba Carlos, no tenía a quien contárselo. - Si quieres puedes quedarte por aquí trabajando y después seguimos hablando en el desayuno. Ahora tengo alumnos que atender.
Había recordado que a las diez de la mañana tenía tutoría con ella. No quería perder ni un instante de tenerla enfrente, de oírla, de verla. Aunque sólo fuera para resolverle alguna que otra duda sobre la asignatura, aunque el tema sobre el que hablaran fuera de lo más superficial. Pero parecía que pasaba los días esperando a verla abrir la puerta, y pasar aunque fuesen diez minutos en la misma habitación, en su despacho. O en el aula, durante las horas de clase, cuando lo miraba con toda su atención. Le encantaba su pelo negro, suelto o recogido, sus ojos claros y su mirada. Le gustaba su andar despreocupado y su sonrisa, esa sonrisa que lo había acompañado más de una vez, en la soledad de su piso, o en el trabajo. Imaginaba esos finos labios y esa hilera de dientes tan blancos que parecían brillar. Más de una vez se había sorprendido con ella en su cabeza sin haberlo buscado, cuando se quedaba ensimismado en sus pensamientos, o cuando necesitaba motivación para cualquier tarea.
Carlos salió por la puerta sin despedirse, parecía cansado y algo enfadado, ¿sería por no conseguir encontrar quién había sido? Cerró la puerta. Allí se encontraba, en su despacho, solo. Apoyó los codos en la mesa y se sujetó la cabeza entre las manos. Esa era la postura que acostumbraba coger para pensar. Se dio cuenta de que quería tener una foto en la mesa de su despacho, se sentía solo. Hacía mucho tiempo que su novia lo había dejado. Nunca había estado casado, su trabajo lo absorbía. De repente sintió que necesitaba alguien a su lado, no como la mujer con la que había estado. Su relación se había basado en algunas visitas esporádicas a su piso, o él al de ella, alguna que otra cena. Una relación demasiado superficial, ni siquiera había disfrutado de aquellas relaciones sexuales. Quería algo más. Por primera vez en su vida, se sentía viejo, pero no por la edad, si no por la situación en la que se encontraba. Había trabajado mucho, y lo seguía haciendo día a día. Ganaba mucho, eso sí, pero no le quedaba tiempo para mucho más. Deseaba amar a alguien. Quería tener una mujer con la que encontrarse al terminar el día, sentir su calor, su amor.
Se encontraba sumido en sus pensamientos cuando alguien llamó a la puerta.
- Pase. - dijo, levantando la cabeza, con esperanza en la mirada.
Era ella. Venía con el pelo recogido. Qué preciosa sonrisa le regaló al entrar.
- Hola, Alfredo. - dijo, y se sentó frente a él, sin esperar respuesta. La conocía sólo desde principios de aquel curso, pero le había dado mucha confianza, demasiada para ser una alumna; pero ella lo merecía, pensaba él.
- ¿Traes muchas dudas hoy, Claudia? - esperaba que sí.
- Pues, hoy sí, tengo muchas cosas que preguntarte, el otro día me perdí un poco. - dijo, mientras sacaba su carpeta morada del bolso.
Era una alumna brillante. Le había sorprendido desde el primer examen que realizó para tener un control de los alumnos y saber cómo llevaban el curso. Pero, de vez en cuando, la encontraba con la mirada perdida, absorta en sus pensamientos. Aun así, no dejaba de ser su mejor alumna, tanto en la asignatura, como por ella misma. Le gustaba tanto por dentro como por fuera. Tan solo el hecho de verla le alegraba el día.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

CAPÍTULO 1



CAPÍTULO 1

Iba sentada en el autobús, como cada mañana, de lunes a viernes, en dirección a la facultad, para asistir a clase. Hacía casi un año que había empezado la carrera, aunque aun se sentía un poco desubicada, como una niña entre tanta gente que parecía tan mayor. Con su pelo moreno recogido en una cola alta con un coletero azul marino. Sus gafas de pasta negras, las cuales había comprado tan solo un año antes, tras ir a la óptica y haberle diagnosticado una leve hipermetropía. Entonces el óptico le había recomendado usarlas, aunque sólo para leer, ver la tele, y cosas que requiriesen mucha atención. Pero ella se las ponía siempre, le daban una apariencia más atractiva, pensaba ella. Iba maquillada pero muy poco, no le gustaba llevar demasiada pintura en la cara, aunque, con su aspecto juvenil, tampoco le hacía mucha falta. Sus ojos color miel, con unas espesas pero bien moldeadas cejas enmarcándolos; sus labios pequeños pero seductores, su naricilla redondita y unas pocas pecas repartidas por esta y sus pómulos le daban un toque aun más jovial. No era ni alta, ni baja; aunque a ella le hubiese gustado ser mucho más alta, más esbelta, como esas modelos que salen en la tele y son la envidia de muchas mujeres, aunque de prototipo más bien demasiado delgadas; a ella le parecía tener más o menos buen tipo, incluso quería ganar algo de peso, por rellenar algo las piernas y su pecho, el cual también le gustaría tener algo más grande, pero no mucho más, al menos para tener un escote más bonito. Como aquel día había amanecido tan nublado y anunciando lluvia, se había puesto sus botas altas marrón chocolate, unos leotardos azul marino y una camisa larga del mismo color, cubierta por una chaqueta de paño cerrada con grandes botones. Además, para llevar sus apuntes, llevaba un bolso grande, en ese momento sobre las piernas y sujeto con ambas manos por las asas, a juego con las botas, que era el que más llevaba a clase, pues era el que más le gustaba. Siempre solía ir bien conjuntada, sencilla e informal, pero arreglada.
El autobús volvió a hacer una parada, y empezó a subir y bajar gente. Ella estaba sentada de cara a la puerta principal, así que veía toda clase de gente entrando en el autobús. Había empezado a llover, por lo que algunas personas entraban con chubasquero, otras cerrando el paraguas, y de repente, lo vio. Se había fijado en él desde el principio del curso. Pero ese día lo veía especialmente guapo. Llevaba una chaqueta negra, con la cremallera cerrada hasta arriba. No llevaba paraguas, por lo que tenía el pelo mojado. Una bocanada de vaho salió por su boca, por aquellos labios, que fueron lo primero que la atrajo, tan sensuales, tan voluptuosos, aunque en aquel momento algo blanquecinos por el frío, no obstante, siempre seductores. Aquellos ojos, ora marrones, ora color miel, a la vez que la luz se reflejaba en ellos, aquella nariz ancha, que le daba un aspecto más varonil, y su pelo castaño, ahora mojado, pegado a la frente. Era alto y de aspecto atlético, se notaba que hacía deporte, pero sin llegar a estar excesivamente cachas, como a ella le gustaban, con los músculos marcados pero no demasiado grandes. Pagó su billete de autobús, y, para su asombro, fue directamente al asiento que tenía a su lado, y allí se sentó, diciendo:
- Qué asco de día hace hoy, ¿verdad?
No sabía si se había dirigido a ella, o lo había dicho al aire, sin esperar respuesta. A ella simplemente le salió un “sí” sibilante, demasiado bajito siquiera para ser audible. Agarró el bolso y se estrechó contra la ventana, sin saber si lo hacía para dejarle sitio, o por vergüenza, cochina vergüenza, pensaba ella, pues nunca la dejaba aprovechar las oportunidades que la vida le brindaba en tema de amores.
En aquel momento, sentada a su lado, se puso a recordar el primer día que llegó a la ciudad, aquella ciudad que había sido su casa durante los últimos seis meses. Se vio en el tren, donde había pasado casi dos horas. Con sus auriculares y el iPod en la mano, escuchando música, viendo un paisaje desconocido para ella. Después se vio arrastrando su maleta, subir a un taxi, y después de unos quince minutos de trayecto, llegar al portal de lo que sería su nueva casa. Subió el ascensor y llegó al rellano de su piso. Se paró ante la puerta unos instantes. Era la primera vez que salía de casa. Ya se había alejado alguna que otra vez, en algún viaje con los amigos, con el colegio, alguna excursión, pero nunca con la expectativa de pasar tanto tiempo fuera, sola. Abrió la puerta y un agradable olor llegó hasta su nariz. Provenía del interior del piso, olía como a flores, y de repente, una chica con el pelo rizado llegó:
- ¡Bienvenida a tu nuevo hogar! Tú debes de ser Claudia, ¿no? - le dijo Ana, la que en la
actualidad se había convertido en su mejor amiga, su confidente y consejera, la que estaba allí cuando la necesitaba, tanto para lo bueno, como para lo malo.
- Déjame que te ayude con tu maleta. - le había dicho, y sin esperar respuesta, la cogió y la llevó por el pasillo hasta una puerta.
- Mira este cuarto, a ver si te gusta. Yo he elegido el otro porque tiene vistas al parque, pero si no, podemos echarlo a suertes. - dijo con una sonrisa dibujada en la cara; como siempre, le ponía las cosas fáciles.
Entró por la puerta de aquella habitación, y le encantó. Un escritorio, con una lamparita de mesa, la cual la acompañaría durante sus tediosas tardes de estudio y arduo trabajo, una cama con un edredón un poco antiguo, pero que después cambiaría, y un armario, eran el único mobiliario de la estancia, pero a ella le pareció maravillosa. Una gran pared sobre la cama, que luego llenaría con sus pósters y fotos de amigos y familiares, y una ventana que daba a la calle, muy luminosa, cuyas cortinas también cambiaría por unas más coloridas y vistosas.
- Me encanta. - fueron sus únicas primeras palabras, cogió su maleta, y entró. Desde aquel momento, aunque algo asustada por el cambio, tenía la sensación de que las cosas le irían bien en aquel sitio.
Aquel chico seguía allí, sentado junto a ella, con la pierna muy pegada a la suya. La había ido acercando despacio, tan despacio que ella ni se había dado cuenta hasta ahora que sentía su roce, y a pesar de los vaqueros de él, y los leotardos de ella, el calor de su pierna contra la suya. Entonces lo miró de reojo, y al ver su boca se ruborizó imaginándose besando esos labios. Él no parecía inmutarse, pero el deseo la invadió; quería conocerlo, hablar con él, saber al menos cómo se llamaba, y, de repente, volvió a verse besándolo, él cogiéndola entre sus fuertes brazos, enredando los dedos en su pelo en un beso apasionado, tan cerca de él que podía sentir todo su cuerpo contra el suyo, cada detalle más íntimo. Se vio abrazándolo fuerte, atrayéndolo aun más a ella, y soltó un pequeño gemido de placer...Deseó no haberlo soñado más alto de la cuenta, miró a su lado, pero nadie la miraba. Exhaló un suspiro de alivio y, volviendo la cabeza, siguió mirando la calle, donde llovía ahora más fuerte. La gente corría de un lado a otro, sin percatarse siquiera de lo que por su cabeza pasaba. A su lado, él leía. Qué cara más linda y qué culto parecía tal como estaba, tan concentrado en la lectura. En aquel momento quiso tener el valor para preguntarle de qué libro se trataba, preguntarle qué estudiaba o simplemente si era de la ciudad. Quiso decirle tantas cosas, pero le faltaba valor. Otra mañana, como tantas otras, lo tenía tan cerca, y no era capaz de decirle nada. De repente, fue él quien habló:
- ¿Te gusta leer? - Sus labios se movían, bailando con las palabras que salían de su boca. Por primera vez, lo miró a los ojos y se atrevió a hablarle:
- Sí, mucho. - dijo, pero volvió a bajar la mirada.
Él no pareció darse por vencido, y volvió a hablarle:
- ¿Qué clase de libros te gustan?
Sin mucho ánimo, ella respondió:
- Cualquiera que sea bueno. - y por primera vez, se aventuró a soltarle una sonrisita.
- Qué mala pata, esta es mi parada. - dijo él, y a ella se le vino el mundo encima.
Para una vez que hablaban, después de tanto tiempo viéndolo, deseándolo, se tenía que ir.
- Bueno, pero mañana nos veremos otra vez. - dijo él, y con una sonrisa se despidió, saltó de su asiento y salió del autobús.
Ella notó cómo tenía la cara acalorada a pesar del frío. Seguro que estaba colorada, pero no le importaba. Habían hablado, y parecía que alguna vez se había fijado en ella, pues le había dicho que se volverían a ver al día siguiente. ¿Quién iba a pensar esa mañana, cuando sonó su despertador, o al levantarse de la cama, o mientras, como cada día, preparaba su desayuno escuchando la radio, que ese día iba a empezar tan, pero que tan bien?
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